viernes, 19 de noviembre de 2010

TALLER DE MICRORRELATOS EN ESPACIO CASA TOMADA


 Los encuentros literarios de Casa Tomada te invitan al
“TALLER DE MICRORRELATOS”
a cargo del escritor nacido en nuestra ciudad Raúl Brasca. Luego de una acorde introducción a este género se pasará a una exposición teórico prática.
El taller tocará los siguientes tópicos:
·        Características de la microficción
·        Microrrelato y reescritura  
·        Microrrelatos realistas, fantásticos y pertenecientes al absurdo
·        Las dualidades en la microficción
·        El desplazamiento del sentido en la microficción
·        El elemento lúdico.
·        Conclusiones.

La entrada será libre y gratuita a partir de las 17:30h. el sábado 27 de noviembre en Espacio Casa Tomada.

¿Quién es Raúl Brasca?
      Nació en Marcos Paz, en 1948. Narrador, antólogo, crítico y ensayista, ha publicado dieciocho libros, entre ellos Las aguas madres (cuentos, Buenos Aires, 1994), traducido al italiano, Últimos juegos (cuentos, Madrid, 2005) y Todo tiempo futuro fue peor (microficciones, Barcelona, 2005 y Buenos Aires,2007). Su obra microficcional está también en antologías, revistas y suplementos literarios de Argentina, Alemania, Brasil, Colombia, España, México, Perú, Portugal, Serbia, Suiza, USA y Venezuela. En el país recibió, entre otros, los premios del Fondo Nacional de las Artes y de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires. La universidad de Carabobo (Venezuela) le confirió la Orden de Alejo Zuluoga, máximo galardón con que distingue a personalidades de la cultura. Fue uno de los organizadores del “1er. Encuentro Nacional de Microficción” realizado en Buenos Aires en 2006 y organizó y condujo las “Jornadas Feriales de Microficción” en la Feria del Libro de Buenos Aires en 2009 y 2010. Colabora con ensayos en revistas de varios países y con bibliografías en ADN, revista de cultura del diario La Nación.

Finales alternativos-Parte 2-

Segundo final


“Iremos a verla-dijeron las tres a coro-. Iremos mañana mismo.”
                                                                       Ulises, Silvina Ocampo.

            Al otro día fui a la casa de Ulises antes de que regresaran sus tías. Pude comprobar cómo iba envejeciendo. Supuse que se debía a que sus parientes habían conseguido el filtro que anulaba el que mi amigo utilizó primero.         Pero lamentablemente para mí y para mi compañero, el último elixir parecía ser más fuerte, pues sus rasgos se mostraban más marcados, su voz sonaba más ronca y su discurso más apesadumbrado.
            Los días fueron pasando, idas y venidas; mi Ulises se debatía entre la niñez y la vejez en una batalla sin igual y despareja: él no contaba con suficiente dinero como para poder costear todos los filtros necesarios para ganar. Me dio mucha pena verlo perder, tan obstinado como era no vio venirse el final de su historia, no vio cómo el tiempo lo aplastaba hasta hacerlo chato.
            El último día que lo vi, el pobre tenía tantas arrugas que comenzó a contagiar a su entorno: su ropa que estaba recién planchada se convirtió en un montón de tela ondulada, sus cabellos se enrularon, sus palabras caían en cascada hacia la nada absoluta e iba dejando un rastro de arrugas por doquier. Sus tías, sus malvadas tías, llegaron a nuestro encuentro y nos soltaron grandes, largas y atronadoras carcajadas. Su sobrino se estaba derritiendo, y ellas se reían. En un instante me tocó la mano y me transmitió su malestar. Me fui envejeciendo, pero lo peor fue que no nos morimos.
            Ulises partió hacia Francia, donde parece que existe una adivina más poderosa y lo que es más importante, le pide menos dinero; tan sólo un beso de primavera. Mientras tanto yo, cada vez estoy más horizontal, encorvado. Sus tías pasan todos los días en frente de mi casa, se mofan de mí. Sin embargo, yo espero el día en que vea a mi amigo volver triunfante y seamos como niños otra vez. 

Finales alternativos

Primer final
Al día siguiente volví, como ya era costumbre, a visitar a mi amigo. Me alegré mucho al verlo con su cara llena de arrugas, y sus gestos preocupados como a mi me gustaba. Ese era el Ulises que yo quería. Sin embargo él no se sentía feliz, se le notaban tristes los ojos, yo me daba cuenta. Ulises y sus tías iban y venían de la casa de Madame Saporiti las veces que fuera necesario en busca del filtro. Él pretendía ser simplemente un niño, como todos los demás. Ellas buscaban mantenerse alegres y joviales.
            Ellas siempre ganaban y con sus sonrisas de satisfacción se pasaban las tardes saltando y cantando. Ulises y yo nos encerrábamos en su cuarto a contar el dinero que le quedaba en el pañuelo.
-Me alcanza para un último filtro- me dijo con resignación.
-¿Y por qué no te quedás así Uli? Así no gastás mas dinero. Además. podés contestar las respuestas que hace la maestra y que solo vos sabes.
-Porque no quiero, quiero ser un niño igual que todos, no quiero seguir cansado y con dolor de cabeza. Pero no puedo ir ahora a casa de la adivina, gastaría mis últimas monedas, solo para que en un par de horas mis tías corran hacia su casa y reviertan la situación.
-¿Qué es revertir? Pregunté sonrojada.
-Buscalo en el diccionario- contestó.
            Al otro día, Ulises no fue a la escuela. La maestra no reparó en su ausencia, pero yo extrañaba a mi amigo. Después de clases, le pedí a mamá que me llevara a casa de mi compañero, con la excusa de alcanzarle la tarea del día. Golpeé la puerta muchas veces pero nadie atendía. Aburrida de esperar y un poco asustada también, decidí entrar sin aguardar respuesta. Nunca olvidaré lo que allí vi con tan poca edad.
            La sangre corría, se desparramaba silenciosa por el piso, las tres hermanas yacían muertas en el suelo del comedor, con los ojos fríos, la casa estaba silenciosa ahora sin sus bulliciosas risotadas. Mi amigo también estaba allí, no me oyó entrar. Se encontraba sentado al estilo “indiecito” junto a las tres difuntas, empapado con sangre ajena sosteniendo un cuchillo en la mano. Era un niño otra vez, un niño que reía a carcajadas en el suelo, un niño de miraba maliciosa e inocente a la vez, un niño divertido, despreocupado. Sin dudas en ese momento, Ulises era feliz.

Ulises de Silvina Ocampo

Tomamos este interesante e inquietante cuento de Silvina Ocampo (características que comparte con muchos de sus otros cuentos) y luego presentamos dos finales alternativos. Estos últimos se encontrarán en la próxima entrada. Esperemos que sean de su agrado.
(Extraído de Cuentos completos-vol 2, Silvina Ocampo, Emecé, Buenos Aires,1999)
Ulises

A Enrique.

Ulises fue compañero mío, en la escuela, cuando pasé del jardín de infantes
a primer grado. Tenía seis años, uno menos que yo, pero parecía mucho mayor;
la cara cubierta de arrugas (tal vez porque hacía muecas), dos o tres canas, los
ojos hinchados, dos muelas postizas y anteojos para leer, lo convertían en un
viejo. Yo lo quería porque era inteligente y conocía muchos juegos, canciones y
secretos que sólo saben las personas mayores. La maestra no sentía por él
ninguna simpatía; decía que era muy consentido y mentiroso; yo sé que un día
lo encontró fumando en la calle, y sospecho que ésta era la verdadera causa de
su desaprobación. Aunque yo pensara que mi maestra era demasiado severa,
debí reconocer a la larga que Ulises contaba cosas muy extrañas, que no
parecían ciertas, y llegué en algún momento a creer que en efecto era lo que
vulgarmente se llama un mentiroso. A mediodía, pues asistíamos al turno de la
mañana, iba a buscarlo a la escuela una mujer distinta o que me parecía
distinta; poco a poco fui individualizando a cada una de estas mujeres, que en
definitiva eran tres. Supe que se trataba de las trillizas Barilari, que lo habían
adoptado. Las trillizas tenían setenta años, pero entre los trillizos hay uno que es
mayor y otro menor. Yo imaginé que la mayor era una que parecía una jirafa, no
sólo por el porte sino por la manera de mover el cuello y la lengua, y no me
equivoqué. Otra, que debía de ser la segunda, era de estatura mediana y muy
menuda. La menor era una mezcla de las otras dos, pero más ágil. Las tres eran
alegres y tarareaban alguna canción en boga, cuando esperaban a Ulises en la
puerta de la escuela, aunque lloviera, hiciera mucho frío o calor sofocante. Solían
comprar chupetines y cubanitos a los vendedores que merodeaban para tentar a
los niños con las golosinas.

—¿Son buenas tus tías? —le pregunté un día a Ulises—.

—Son bulliciosas —me contestó—. No lo creerás. Acabo el día casi siempre
con dolor de cabeza, por eso uso anteojos (no porque tenga astigmatismo, como
dicen ellas). Además, rompen todo, porque andan a los golpes saltando como
cabras por la casa. A veces me encierro en el cuarto de baño para no oírlas. Pero
cuando me encierro es peor, porque vienen a golpear la puerta y me gritan por
turno:

¿Que hacés, qué hacés, Ulisito? ¿Vas a terminar?. Ya te dije que no te
encerraras con llave. ¿Acaso sos un viejo?". Cuando no les abro la puerta en
seguida, las oigo que lloran y que lloran, y cuando les abro, no porque me den
lástima sino porque me aburren, descubro que lloran en broma. A veces les digo:
"Un día las voy a matar". Se matan de risa las tres. Parece que les hicieran
cosquillas. Después de todo, no me preocupo porque son locas, aunque digan
que soy yo el loco. De noche me desvelo de tanto oír decir: "Si no te dormís vas

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a tener cara de viejo". Termino por no dormir. Entonces me levanto y en
puntillas entro en el cuarto de la Laucha —así llamaba a la menor de las
trillizas— y le robo de la mesa de luz un somnífero asqueroso.

—¿Qué es un somnífero? —pregunté.

—Una droga que hace dormir ¿qué va a ser? —¿Qué es una droga?—.

—Buscá en el diccionario. No soy maestro.

Este diálogo no parece que pudiera existir entre un niño de siete años y otro
de seis, pero en mi memoria así ha quedado grabado y si los términos en que
nos expresábamos no eran exactamente los mismos, el sentido que queríamos
dar a nuestras palabras era exactamente el mismo. Naturalmente que el que
hablaba todo el tiempo era Ulises, yo simplemente hacía preguntas o
comentarios sobre lo que él me decía.

Ya pasado el invierno Ulises parecía mucho más demacrado que mis otros
compañeros. Yo sabía que los niños que viven encerrados en sus casas, en
invierno, que madrugan para ir al colegio, que salen de sus casas sin haberse
desayunado porque vuelcan la mitad de la leche sobre la mesa o sobre el
delantal (lo que es peor), se adelgazan y parecen enfermos a veces. Ulises no
parecía enfermo sino muerto.

Me invitó a su casa para el día de su cumpleaños. Nadie le había regalado
nada. ¿Juguetes? ¿Quién se los iba a regalar? ¿Libros?. Los habría leído todos.
¿Bombones?. No le gustaba ninguno. El único regalo que recibió fue el que yo le
llevé: una docena de pañuelos. Dicen que no hay que regalar pañuelos porque
son lágrimas, pero yo no hice caso y se los regalé. Aquel día me hizo
confidencias: me dijo que estaba cansado de ser como era, que iría a consultar a
una adivina que vivía en un lugar bastante retirado, que en su casa diría que
saldría conmigo y que lo ideal sería que esto no fuese mentira. Después de
pensarlo mucho resolví acompañarlo. Yo dije a mis padres que pasaría la tarde
en la plaza, con Ulises, y que las trillizas Barilari irían a buscarnos. Ulises dijo a
las trillizas que mis padres irían a buscarnos y como no se conocían no podían
averiguar que esto no era verdad. En el camino me habló de la sibila Artemisa,
de la sibila Eritrea, de la sibila Cumea, de la Amaltea y de la Helespóntica: conocí
los oráculos de cada una. Yo no entendía nada de todo ese palabrerío y me
parecía que estaba delirando, pero después comprendí que él había consultado
un libro titulado Práctica Curiosa o Los oráculos de las Sibilas. En este libro, me
lo explicaron mucho tiempo después, había listas de preguntas y de Sibilas con
un acertijo de números en que uno podía buscar una contestación adecuada,
según la suerte, a cada pregunta. El único inconveniente que había era que las
preguntas no eran las que suelen hacer los niños, de modo que en su mundo,
por más viejo que Ulises se sintiera, no existía la zozobra ni el interés por
consultar algunas cosas. Durante mucho tiempo Ulises empleó ese libro como
entretenimiento, luego como libro de consulta, que desechó casi
inmediatamente, para ir en busca de lo que era para él una verdadera adivina.

Caminábamos en busca de la casa de Madame Saporiti, la adivina. De vez
en cuando Ulises buscaba en el bolsillo un papelito doblado, lo consultaba y
volvía a guardarlo. Se detenía de pronto, como si hubiera perdido algo, buscaba
de nuevo en el bolsillo y sacaba un pañuelo atado por las cuatro puntas, lo
desanudaba, contaba el dinero que tenía adentro, luego volvía a guardar el
pañuelo después de anudar sus puntas, con el dinero adentro. Caminábamos
ligero, pero no sentíamos el cansancio ni la tentación de demorarnos en el
camino mirando los escaparates o los carritos de los vendedores de golosinas. En
un abrir y cerrar de ojos, llegamos a la casa de la adivina. Un diminuto jardín,
que parecía rodear la tumba de un cementerio, adornaba el frente de la casa.

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Abrimos el portón, que no medía más de diez centímetros de alto, y tocamos el
timbre, con emoción. Al cabo de un largo rato, con mucho ruido y mucha
dificultad, nos abrieron la puerta. Madame Saporiti en persona nos hizo pasar.
Estaba vestida de entrecasa con un batón de frisa color solferino; en la cabeza
llevaba puesto un tul azul eléctrico. Era de mediana estatura, pero corpulenta y
empolvada. La seguimos por un corredor oscuro, a la sala, donde nos dejó
esperando. Pasada la primera emoción miramos los detalles del cuarto. Nos
reímos. Todos los muebles que había en ese cuarto estaban envueltos en forros
de celofán: la araña, en primer término, después venía el piano perpendicular,
después una estatua que parecía un fantasma y finalmente una caja que parecía
de música y todos los sillones y las mesas. Los forros brillaban y dejaban
entrever la forma y el color de cada objeto. Nos pusimos a reír. Nunca habíamos
visto una casa como esa. Cuando Madame Saporiti vino a atendernos, nos dijo
con tono severo:

—Parece que no les gusta mi casa.

—¿Por qué?.

—Porque yo me doy cuenta de todo y aunque no hablen adivino lo que

están pensando.

Madame Saporiti nos hizo pasar a su dormitorio.

—¿Cuál de ustedes es el que quiere que le adivine la suerte?. Me llamaron

muy temprano esta mañana por teléfono. Se ve que tienen mucho interés en
conocer el porvenir. ¿Cuál de ustedes es...?.

—Soy yo —dijo Ulises, comiéndose una uña—.

Madame Saporiti se sentó y buscó en un cajón las barajas.

—Este es el grand taraud.

Dispuso los naipes sobre la mesa, en fila: Ulises tuvo que tapar todos los
naipes de la fila con otros naipes que ella le dio a elegir. A medida que Madame
Saporiti disponía de modo diferente los naipes sobre la mesa, iba prediciendo el
porvenir; todos los inconvenientes que Ulises tenía en su casa, iba
enumerándolos como si yo se los hubiera contado. Le habló de su desdicha, que
consistía en parecer un viejito. La ceremonia de las cartas duró una hora.
Cuando terminó, Ulises, que había perdido toda su timidez, preguntó:

—¿No tendría un filtro?.

—¿Para qué? —preguntó asombrada Madame Saporiti—.

—Para dejar de ser viejo —contestó Ulises—. Se lo voy a pagar.

—No hablemos de eso. No hay filtros para niños —dijo Madame Saporiti—.

—Como no soy un niño, eso no importa.

—Tienes razón —respondió Madame Saporiti—. Te prepararé un filtro, ya

que lo pides, pero saldrá un poco costoso.
Ulises sacó del bolsillo el pañuelo, desanudó las puntas, mostró el dinero e

interrogó:

—¿Esto alcanza?.

Madame Saporiti con el dedo mayor apartó las monedas de diez pesos, que

eran muchas y respondió:

—Creo que sí.

En el cuarto contiguo alguien tocaba el piano. Aquella música me dio un
poco de sueño y me dormí. ¿Cómo Madame Saporiti preparó el filtro? ¿Cómo
Ulises lo bebió?. No sé. Me despertó el ruido del vaso de vidrio sobre el plato de
porcelana, que Madame Saporiti puso cuidadosamente sobre la mesa. Contemplé

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a Ulises, con asombro. No parecía el mismo. Su tez pálida se tornaba rosada, sus
ojos brillaban y miraban nerviosamente de un lado a otro, como los de cualquier
niño travieso. Pero no era ese el Ulises que yo quería, tan superior a mí y a mis
compañeros de escuela.

Salimos de la casa de Madame Saporiti corriendo. En el camino nos
detuvimos a mirar los escaparates y en una frutería robamos dos naranjas.
Caminábamos, o corríamos más bien dicho, como si tuviéramos alas. Pero yo
pensaba en Ulises, el que había dejado de ver en la casa de la adivina, como si
hubiera muerto.

Cuando llegamos a la casa de las trillizas, le pregunté a Ulises:

—¿No nos van a retar?.

—No tienen tiempo de ocuparse de nosotros. Son muy frívolas

—respondió Ulises—.

En cuanto tocamos el timbre, una de ellas, la Jirafa, vino a abrirnos. Si
Ulises no era el mismo, la Jirafa tampoco era la misma: había sufrido una
transformación contraria. Había perdido el aire jovial que la mantenía joven, a
pesar de su edad.

—¿Dónde fuiste? —preguntó—. ¿Por qué volvieron tan tarde?. Nosotras aquí
esperando y esperando. Esto no es vida.

Entraron en la habitación donde las otras dos hermanas estaban tejiendo.

Tenían puestos anteojos negros y temblaban tanto que no podían tejer.

Las dos gritaron al mismo tiempo:

—¿De dónde vienen? ¿Qué has hecho, Ulisito?. Nunca te vi tan lindo y con

ese color tan rosado en las mejillas. Ya no parecés un viejo. Te llamaremos
Niñito, como las vecinas a sus hijos; pero ¿dónde fuiste? ¿Qué has hecho?.

—Fui a ver a una adivina.

—¡Ave María!.

—Y me dio un filtro: el filtro de la juventud, así lo llama.

—¿Y dónde vive esa adivina?.

Ulises sacó inocentemente de su bolsillo el papelito, con la dirección de la
adivina. Una de las trillizas se lo arrebató.

—Iremos a verla —dijeron las tres a coro—. Iremos mañana mismo.

Al día siguiente fui de visita a casa de Ulises. Cuando llegué las trillizas no
habían vuelto del consultorio de la adivina. Ulises de pronto se puso triste y
viejo. "Qué suerte" pensé, "otra vez reconozco a mi amigo, con su inteligente
cara arrugada." Sentí ganas de abrazarlo y decirle: "No cambies". Me miraba con
desconfianza. Cuando llegaron las trillizas saltando con una peluca en la mano,
resolví irme, pero no me dejaron y me dieron mil besos y me acariciaron. Se
probaron la peluca, me consultaron, rieron. En ronda bailaron alrededor de
Ulises, cantando "Aquí está el viejo, aquí está el viejo".

Al día siguiente Ulises fue en busca del filtro y volvió a parecer joven y las
viejas a parecer viejas. Y al día siguiente las viejas fueron en busca del filtro y
parecieron jóvenes y Ulises viejo. Le aconsejé que se quedara como estaba,
porque ya no le alcanzaba la plata para comprar los filtros. Me hizo caso.
Además sabía que yo naturalmente lo prefería arrugadito y preocupado.

viernes, 22 de octubre de 2010

MIedo

Este relato y el que le sigue tienen como consigna transmitir que el personaje siente miedo, pero sin mostrarlo de una forma explícita.
Lunes 5:00 am. , una pesadilla me impide seguir durmiendo, me despierto sudoroso y agitado ¡El mismo sueño que se repite una y otra vez! Camino hacia el baño, me lavo la cara para tratar de olvidar lo inolvidable. Observo mi rostro desconocido y le digo al del espejo que en menos de dos horas debería estar saliendo hacia el colegio. Debería, me repito. Al regresar hacia el dormitorio el dedo meñique de mi pie izquierdo golpea azarosamente con la pata de la cama, induciéndome inexplicablemente a recordar, a recordar los hechos del viernes ¿Existe algo peor en la vida de un niño-adolescente como yo, que un día entero de humillación en frente de toda la población escolar? Sé que TENGO que salir, pero algo me detiene, me dice que no puedo volver a enfrentarlos, a mis pares, a todos.
                Pienso en el suicidio como en mi única vía de escape a este tortuoso sufrimiento. En otras ocasiones ya le he dado vueltas a este asunto, llegando a nulas conclusiones. Sólo sé que siempre he acabado por desechar esa idea por perezoso. A fin de cuentas ¿Qué es el suicidio? Es eliminar a una persona-uno mismo-pero al mismo tiempo estamos cometiendo un genocidio. Esto es así puesto que los demás tienen entidad únicamente a través del sentido que le demos. Entonces ¿Qué hacer? ¿Matarme? ¿Matarlos? ¿Sobré qué lado de la ecuación deberé situarme primero?
                Si la realidad me es un calvario me esconderé en la ficción o en la realidad vuelta literatura, pero que en ese formato más irreal me parece. De un arrebato tomo la máquina de escribir de mi tío ya fallecido y comienzo:
                “Lunes 5:00 a.m. …
De repente, como si nada, la habitación se mostró mucho, muchisimo más oscura que de costumbre, más oscura y más fria también.
La tenue luz de Luna que se colaba tímida por la ventana, comenzaba a ocultarse tras un desfile de suntuosas nubes, que se sucedian unas tras otras, desafiantes, con la amenazante apariencia de quebrar en un instante la quietud del firmamento.
El silencio, cooperaba disimuladamente con la noche combinando con vacios secretos, los deshabitados rincones de la casa. La muchacha permanecía allí, absorta, reposada en la vieja mecedora que se ubica a un lado del espacioso living, frente al ventanal del fondo.
Jugaba distraía, casi sin advertirlo, pretendiendo sincronizar los movimientos de la silla, que se balanceaba entre quejas sobre la ceramica, con el reiterado ritmo de los extiguidos segundos que morian en el interior del reloj de pared.
Permanecía inmóvil, mientras su asiento la acunaba con desgano. Se perdian sus ojos observando el renegrido mar de tinta derramado sobre el cielo, y las hojas de los árboles que bailaban con el viento, presas en aquellas ramas, luchando incansablemente por liberarse. Las nubes se espesaban cada vez con mayor velocidad, cubriendolo todo, hasta la última estrella.
Todo a su alrededor continuaba apagandose, dificultando cada vez más la contemplación. Pensó entonces, cuando tomó consciencia de la oscuridad que la envolvía, que sería mejor encender las luces de la sala, aunque sea una. Con pesadez, despegó la espalda del mullido respaldo que la sostenia, quitó el pequeño libro que apoyaba en su falda, que había traido con intención de leerlo, y que abondonó mucho antes de ojearlo siquiera. Dispuesta a levantarse, estudió con la vista la distancia que la separaba de la lámpara más cercana a su ubicación, pero algo en el ambiente la paralizó.
Petrificada en su lugar, ya ni la silla se movia, con la vista fija en la oscuridad del interior, ¿Del interior? ya todo se habia tornado de un único negro, no distinguía donde terminaba la ventana y comenzaba a ser la imagen de una cortina de sombras reflejadas en un vidrio. Aún así, sabia que su atención se mantenia dentro del hogar.
Intentaba controlar todos sus movimientos con sosiego, parpadeaba con cautela, respiraba con pausas marcadas, hasta sus pensamientos procuraba detener, con tal de no alterar esa inquietante atmósfera que fingía no respirar, sin quitar los ojos de la negrura de la sala.
Algo la sorprendió inesperadamente, una fria corriente de aire, proveniente de la dirección que acusaba con la mirada, la envolvió con fuerza, despeinando su larga y acomodada cabellera. Era imposible, aún sin divisar las secciones de la casa, sabia que acechaba el pasillo que conducia a la cocina. Era un estrecho corto y angosto, sin aberturas, no habia rincón posible por donde pudiera filtrarse una ráfaga, no allí, en medio del living. El dominio que pretendia tener sobre sí misma, se disipó con el viento.

Un escalofrio recorrió su cuerpo, sentia su piel estremecerse. Una sensación inquietante se apoderaba de ella. Con desconfianza, buscaba alguna señal en la impenetrable negrura de la espaciosa habitación. No habia nada, nada ni nadie, ningúna extraña alteración en la quietud de la madrugada, sin embargo, su perturbación no cesaba.
La respiración se aceleró repentinamente, como si el aire quisiera escapar con desesperación de sus pulmones. La tormenta ya habia comenzado, pero ella no pudo percibirlo inmediatamente. Ese "algo" dentro de la casa ocupaba toda su atención.
Su corazón, alterado, galopeaba desorientado a un ritmo desigual. Todo sus músculos se tensaban. La mirada recorría una y otra vez vanamente el perímetro, intentando adivinar lo que escondia esa gran mancha de oscuridad. La luz de un rayo iluminó la sala por unos instantes, esa instantánea claridad le permitió vislumbrar que todo a su alrededor se mantenía en serenidad, aún así, ella no se permitía confiar en la calma, un presentimiento se lo advertía.
Quería correr, correr a su cuarto y encerrarse. Quería llorar, quería gritar. Una sensación de ahogo se instaló en su garganta imposibilitando todo deseo de gritar y de llorar, solo un oprimido y debil jadeo lograba atravesar la opresión. Necesitaba correr, correr y huír de esa misteriosa sala, de esa enigmática situación.
Sus pies, torpemente comenzaron a responderle. Vaciló un instante, y se apresuró a correr escaleras arriba,  hacia el dormitorio. Sintió que la seguían.
Con brutalidad cerró la enorme puerta de algarrobo barnizado. Sus manos temblaban, dubitativas. Forcejeó unos instantes con la llave, hasta conseguir ganarle al cerrojo. Se avalanzó a encender el velador de bronce que se ubicaba sobre una pequeña mesa de pino que utiliza para leer.
Una vez allí, encerrada y segura bajo la luz eléctrica, revisó con sospecha los recovecos del armario y debajo de la cama. La tormenta afuera se habia desatado con furia, azotando con violencia los cristales de la ventana. Su ritmo cardíaco comenzaba a normalizarse.
Tomó de la cama su almohadón favorito y el cobertor color uva que reposaba sobre una butaca. Vació el armario por completo, a la vez que apilaba a un lado, una montaña de telas y texturas. Depositó el almohadón, en el extremo más oculto del mueble, improvisando una precaria cama. Se ovilló ahí dentro, en posición fetal, puesto que el espacio no era apropiado para sus medidas. Espió una vez más el lugar, ahora con tranquilidad. Se ocultó por completo bajo la suave manta de microfibra, ni su cabeza se asomaba fuera de aquella repentina guaridad. Al cabo de unos instantes, quedó profundamente dormida.

jueves, 21 de octubre de 2010

Soy un engaño. Soy un diamante que se diluye bajo la lluvia, un castillo imponente de barro. Soy un prisionero sin cadenas, una espada sin filo, un arma sin balas. Soy el exterminador de lo inerte, el sabio de lo más obvio. Soy una risa de compromiso, el amor de un psicópata, la culpa del vanidoso. Soy una lágrima opaca sobre una mueca alegre. Soy la luz de la luna y la sombra de un eclipse. Soy el fatalismo y la esperanza, la tolerancia, un estoico hedonista. Soy el arché en el ombligo, la voluntad paralítica, el poder desmedido. Soy un orzuelo en los labios, una llaga en el párpado. Soy la visita inesperada, un café a medianoche, mil ideas nunca escritas, una pesadilla con final feliz. Soy la causa sin efecto, la justa ocasión de la imprudencia. Soy un dios impotente, terrenal, el herrero del cielo invertido.
Soy perverso y mentiroso, ¡Pero soy un creador! Soy un artista que le da sentido a su vida, que corre campo a través bajo ningún cielo, sin metas, sin final, sin gloria; pero sabiendo que cada golpe al trote bajo mis pies son los tambores repicando del ardor dentro de mí que forja su camino. Es lo que me eleva por sobre el populacho, la conciencia de mi farsa, la seguridad de mi verdad. Tengo luz propia, y calor! Un calor que no se apacigua nunca y que alimenta hasta a mis enemigos.
He quemado el velo de Maya y no vislumbré nada nuevo tras él, es más, mis instintos gritan con más pasión por su liberación. Soy un dios, soy fuego y soy poder; soy la verdad de mi vida y podría serlo de la tuya si no posees la fuerza necesaria.
Esto es lo que soy...aunque sea sólo un engaño.